Hoy más que nunca cualquier amante de la fotografía se dará cuenta que su afición ha pasado a engrosar las filas de la electrónica de consumo.
El equipo necesario para poder llevar a cabo su cometido sigue siendo igual de caro que siempre pero ahora es sospechosamente caduco. ¿Caduco? ¿Como pueden ser caducas las ópticas, esos elementos de lenta evolución y casi imperceptible desgaste? ¿O las cámaras, esas cajas negras que están diseñadas para aguantar condiciones más adversas de lo que en principio es necesario? La verdad es que aunque las marcas han querido reducir la vida útil de nuestros equipos abaratando costes, añadiendo incompatibilidades absurdas e intentando crear, a partir de funcionalidades secundarias, necesidades prioritarias, con lo que realmente le han dado la vuelta al mercado, y por consiguiente a sus consumidores, es con el cambio de material fotosensible. El sensor electrónico ha desplazado a la película argéntica no solo por sus virtudes, si no también por sus defectos hasta el punto de que existen usuarios que renuevan su costoso equipo cada poco tiempo bajo la excusa de perseguir una función que ya tenían en tiempos de la fotografía química y parecen haber olvidado.
Tras los restos de la batalla del Megapixel, en la que las marcas quisieron vendernos cantidad a precio de calidad, se gesta ahora un nuevo enfrentamiento, con los usuarios como rehenes, por el ruido a isos altos.
La posibilidad de captar imágenes en condiciones escasas de luz siempre ha fascinado a los fotógrafos y mediante películas de alta sensibilidad o forzando la exposición y el revelado han conseguido los resultados deseados aunque eso sí, asociados a un grano, a una textura que reducía la definición de la escena. El grano de esas imágenes no es ni bueno ni malo, es lo que es, el precio a pagar por fotografiar con poca luz.
El problema viene cuando en la analogía químico-digital, el ruido que provoca la amplificación de la señal en el sensor numérico nos parece tan aberrante que no estamos dispuestos a consentir que las marcas no evolucionen ese aspecto y no nos importa pagar religiosamente a precio de oro cada dos años un misero avance en la relación señal/ruido. Aunque hayamos superado ya con creces el nivel de definición que dan las películas rápidas.
El equipo necesario para poder llevar a cabo su cometido sigue siendo igual de caro que siempre pero ahora es sospechosamente caduco. ¿Caduco? ¿Como pueden ser caducas las ópticas, esos elementos de lenta evolución y casi imperceptible desgaste? ¿O las cámaras, esas cajas negras que están diseñadas para aguantar condiciones más adversas de lo que en principio es necesario? La verdad es que aunque las marcas han querido reducir la vida útil de nuestros equipos abaratando costes, añadiendo incompatibilidades absurdas e intentando crear, a partir de funcionalidades secundarias, necesidades prioritarias, con lo que realmente le han dado la vuelta al mercado, y por consiguiente a sus consumidores, es con el cambio de material fotosensible. El sensor electrónico ha desplazado a la película argéntica no solo por sus virtudes, si no también por sus defectos hasta el punto de que existen usuarios que renuevan su costoso equipo cada poco tiempo bajo la excusa de perseguir una función que ya tenían en tiempos de la fotografía química y parecen haber olvidado.
Tras los restos de la batalla del Megapixel, en la que las marcas quisieron vendernos cantidad a precio de calidad, se gesta ahora un nuevo enfrentamiento, con los usuarios como rehenes, por el ruido a isos altos.
La posibilidad de captar imágenes en condiciones escasas de luz siempre ha fascinado a los fotógrafos y mediante películas de alta sensibilidad o forzando la exposición y el revelado han conseguido los resultados deseados aunque eso sí, asociados a un grano, a una textura que reducía la definición de la escena. El grano de esas imágenes no es ni bueno ni malo, es lo que es, el precio a pagar por fotografiar con poca luz.
El problema viene cuando en la analogía químico-digital, el ruido que provoca la amplificación de la señal en el sensor numérico nos parece tan aberrante que no estamos dispuestos a consentir que las marcas no evolucionen ese aspecto y no nos importa pagar religiosamente a precio de oro cada dos años un misero avance en la relación señal/ruido. Aunque hayamos superado ya con creces el nivel de definición que dan las películas rápidas.